Andrea Pineda Olave y Santiago
Rúa Correa
La vida de Charles
llevaba un año de ser monótona. Lo sabía porque el calendario ya marcaba el
18 de febrero, misma fecha en la que el año pasado había ingresado a su nueva
vida, y con ella, en una línea imperturbable de sucesos diarios iguales que le
hastiaban y le hacían sentir encerrado.
Todos los días el
amanecer llegaba, traspasaba por su ventana que le rozaba en la cara. Se tenía
que poner sus gruesos lentes para poder descifrar todo su alrededor, ya que
nunca recordaba dónde quedaba cada cosa en su habitación pues tenía muy mala
memoria. Se arreglaba, se vestía de forma ordenada, y justo, cuando el sol del
amanecer cambiaba su naranjado color por un amarillo intenso y se trasladaba de
dirección alumbrando justo a su puerta, Charles la abría y salía antes de que
alguien más la abriera por él. Pocas veces se despedía de su familia antes de
salir, pues por esas horas ya nadie estaba en casa. Es más; pocas veces alguien
estaba en casa.
Llegaba a su trabajo
y hablaba con pocas personas, no le gustaba interactuar con aquellas caras
largas y pálidas que parecían enfermas en los pasillos. A la hora del almuerzo
buscaba el lugar más apartado de todo el comedor y solo hablaba con sus jefes.
Y eso que, también era cuidadosamente selectivo
con ellos puesto que hace meses se había dado cuenta de los rumores que entre
ellos susurraban. Rumores de los cuales el mismo era el protagonista. Si había
algo que odiaba era la gente chismosa, desde algunos de sus jefes hasta los
mismos guardias de seguridad que pasaban por el edificio, sin olvidar a sus
propios compañeros, todos ellos hacían pequeñas calumnias en su contra y él lo
sabía, así que se dedicaba solo a cumplir con su oficio y tan pronto llegaba la
noche, volvía a su cama en un ambiente gris
lleno de aburrimiento que consumía su vida cada día más. Solo cuando su familia
lo acompañaba era que su actitud lóbrega y vacía, cambiaba. Los murmullos y la monotonía desaparecían a la hora de hablar con
ellos, su tesoro. Los únicos que no lo juzgaban.
Si bien algo le había
quedado claro en el tiempo en el que llevaba trabajando en aquel lugar era que
los dirigentes lo único que querían era un perfecto sistema sin grietas ni
eventos que alteraran el orden. La trivialización era elemental en aquel
edificio. Si perturbabas las normas había graves consecuencias, así que la
mejor manera de sobrevivir era eso: ser un autómata gris sin expresiones que
abría la puerta cuando amanecía, cumplía su deber y cerraba la puerta cuando
caía la noche. Era esa puerta la única que se movía sin preocupación. A veces
la envidiaba y se quedaba observándola varios minutos, como si deseara ser
aquel objeto inanimado sin problemas, sin pensar ni recordar nada.
De hecho había llegado
a la conclusión, consigo mismo, de que ese era su trabajo: no causar problemas.
Quedarse callado, cumplir con lo que le decían, participar de las actividades, estar
en una oficina con un hombre haciéndole preguntas que él no entendía, ese era
el protocolo que debía seguir. Y ese siempre fue el plan hasta aquel 18 de
febrero cuando algo ocurrió, la gota que rebasó el vaso y desató su ira.
En el comedor uno de
sus compañeros empezó a desacreditar y calumniarlo con rumores sin sentido sobre él y su familia. La tribulación de no poder verlos siempre en
combinación con el desprecio que le tenía a los falsos rumores, hizo que se
abalanzara salvajemente contra aquel hombre y lo golpeara con todas sus fuerzas
para darle una lección. Ese era el nuevo plan, pero su contrincante se defendió
de tal forma que Charles tuvo que usar más fuerza de la normal, tanto que le
rompió el cráneo contra las brillantes baldosas del comedor. Los guardias lo
neutralizaron y lo arrastraron violentamente por el comedor, mientras a sus ojos
se le hacía cada vez más lejana la imagen de aquel mentiroso con su cráneo
partido contra el suelo, hasta que por fin aquella cabeza, con un mar de sangre
tras de ella, siendo atendida por los médicos,
dejó de verse.
Injusto era que
inventara semejantes acusaciones contra él, pero más injusto era que por su
culpa lo encerraran a él, en el cuarto de castigo del edificio, ya que únicamente había sido provocado.
Le colocaron el
uniforme correspondiente para aquellos que afectaban la convivencia y después lo
tiraron como un animal a aquel cuarto. Odiaba ese cuarto, sus paredes blancas,
su piso blanco, el techo blanco… Era imposible no volverse loco allí.
Pero lo que más odiaba, sin duda, de aquel cubículo era que absolutamente todo
era acolchado.
Y ahí, recostado en
las paredes blancas acolchadas, con aquella camisa de fuerza que le impedía
mover los brazos, empezó a reflexionar y a preguntarse a sí mismo muchas cosas.
¿Por qué todos en aquel lugar rumoreaban sobre que él le había hecho daño a su
familia? ¿Por qué decían que él los había matado? Si él jamás había hecho algo
así. Sabía que había cometido un error, no fue correcto haberlos disciplinado
de esa forma. Recuerda su ataque de ira, oyendo voces por todas partes que lo
incitaban a ver la sangre de sus seres queridos. Recuerda las alucinaciones, la
irrealidad de sí mismo. Recuerda el cuchillo de su cocina y los gritos, cuando
los niños dejaron de jugar y sus miradas se clavaban en su padre, expectantes
de lo que iba a ocurrir, para ese entonces, su mujer estaba en la cama del piso
de arriba, con heridas que él le propinó y de seguro tratando de arrastrarse.
Recuerda todo eso muy
bien pero sabe que no hizo nada malo, quizás se le pasó
la mano pero él no les hizo daño, solo les quería dar una lección porque no lo
comprendían. Él no estaba loco, ellos eran los que lo creían. No quería que
cada día la cara de horror de su mujer lo despertara, no quería que aquellos
papeles de divorcio que encontró en el armario fueran a cumplirse. No quería
perder a sus hijos porque ella se los llevaría por falsas acusaciones. El
cuchillo les daría una lección por ser tan malos con él.
Para cuando la noche empezó a caer, empezó a recordar lo que pasó después. Las sirenas sonaron y unos agentes
llegaron a su casa y lo maltrataron al ver la escena. Lo esposaron y pasó en
una jaula en quién sabe cuántos días hasta que después varios hombres lo
trasladaron a aquel edificio, a su nuevo trabajo de seguro, pensó, y así fue.
Pero él no quería ir, se resistió hasta que poco a poco se adormeció gracias a
unas medicaciones. Cuando despertó ya tenía un cuarto propio y una bella puerta
que se iluminaba con la luz del sol y de la luna.
Quizás había obrado
mal, pero era mentira lo que todos murmuraban acerca de lo ocurrido. Porque, ¿si
los había matado, quienes eran los que
lo visitaban y le hablaban?
Su familia estaba
bien, a veces aparecían de la nada y jugaban con él por las noches. Sus hijos les
sonreían y su mujer lo abrazaba y le decía con una dulce voz que lo amaba y que
la perdonara por la incomprensión. Ellos estaban felices y lo visitaban a
menudo, pero cuando algún enfermero o guardia entraba a su habitación, ellos se
escondían, por eso muchos creían que hablaba solo y que estaba loco. Le parecía
todo eso injusto pero nadie confiaba en él e inventaban historias absurdas.
Veían como asesinato y daño a lo que en verdad era una simple lección como
padre y esposo ejemplar.
Lo que más le dolía
de todo esto era que un acto de ira o descontrol significaba vigilancia total.
Lo cual implicaba que los guardias y enfermeros estarían tras suyo las 24
horas. Eso incluía abrir su puerta en las mañanas y cerrarla en la noche. Le
quitarían su única libertad, el único símbolo propio le sería arrebatado, quién sabe por cuánto y todo por culpa de las
mentiras que hasta los mismos enfermeros y sicólogos creían. Él era una víctima
a la cual querían manchar como victimario. Como un verdugo capaz de mancharse
con la sangre de sus seres amados. Pero las injusticias en este mundo a veces
hay que soportarlas… a veces con amargura, mordiéndose los labios y quizás… Con
algunas lágrimas en el rostro.
Iban a quitarle ese
único momento de libertad que tenía, el decidir en qué momento abrir la puerta
y en qué momento cerrarla. Esa dosis anárquica en la que él podía decidir por
sí mismo salir a aquel gris y enfermo mundo lleno de gente pálida y sin ilusiones.
Y no iba a permitir que ese atropello se prolongara.
Tendría que actuar de
forma calmada y arrepentida. Como si estuviera admitiendo que hizo algo malo al
defenderse de las mentiras. Quizás siguiéndoles el juego a todos ellos, lo
dejarían en paz. Solo él sabía que su familia estaba bien y eso era lo que
importaba. Haciendo lo que le ordenaban, mostrándose cooperador con el siquiatra
que también estaba en su contra, y durmiendo tranquilo en aquel cuarto
acolchado, solo así lograría obtener otra vez aquella privacidad que le habían
denegado injustamente.
Luego, al ver la
culpa y cooperación de Charles. En pocos días volverían a verlo como un
paciente simple y sin nada particular. Solo otro loco más entre tantos, una
gota más en un mar de enfermedades mentales y actos repugnantes que hicieron
que las demás gotas también fueran aisladas del mundo. Entonces solo ahí le
dejarían volver a su cuarto. Y entonces podría jugar toda la noche con sus
seres queridos que aparecerían de la nada algún día de estos. Abrazaría a su mujer
frente a la ventana mientras los niños jugarían, después les leería un cuento y
cuando deban irse, se esfumaran todos. Entonces dormirá.
Llegará el amanecer, abrirá
él solo la puerta y será un nuevo día. Entonces todo volverá a ser normal, como
él.
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