miércoles, 1 de mayo de 2013

Todos mienten



Andrea Pineda Olave y Santiago Rúa Correa 

La vida de Charles llevaba un año de ser monótona. Lo sabía porque el calendario ya marcaba el 18 de febrero, misma fecha en la que el año pasado había ingresado a su nueva vida, y con ella, en una línea imperturbable de sucesos diarios iguales que le hastiaban y le hacían sentir encerrado.

Todos los días el amanecer llegaba, traspasaba por su ventana que le rozaba en la cara. Se tenía que poner sus gruesos lentes para poder descifrar todo su alrededor, ya que nunca recordaba  dónde quedaba cada cosa en su habitación pues tenía muy mala memoria. Se arreglaba, se vestía de forma ordenada, y justo, cuando el sol del amanecer cambiaba su naranjado color por un amarillo intenso y se trasladaba de dirección alumbrando justo a su puerta, Charles la abría y salía antes de que alguien más la abriera por él. Pocas veces se despedía de su familia antes de salir, pues por esas horas ya nadie estaba en casa. Es más; pocas veces alguien estaba en casa.

Llegaba a su trabajo y hablaba con pocas personas, no le gustaba interactuar con aquellas caras largas y pálidas que parecían enfermas en los pasillos. A la hora del almuerzo buscaba el lugar más apartado de todo el comedor y solo hablaba con sus jefes. Y eso que, también era cuidadosamente selectivo con ellos puesto que hace meses se había dado cuenta de los rumores que entre ellos susurraban. Rumores de los cuales el mismo era el protagonista. Si había algo que odiaba era la gente chismosa, desde algunos de sus jefes hasta los mismos guardias de seguridad que pasaban por el edificio, sin olvidar a sus propios compañeros, todos ellos hacían pequeñas calumnias en su contra y él lo sabía, así que se dedicaba solo a cumplir con su oficio y tan pronto llegaba la noche, volvía a su cama en un ambiente gris lleno de aburrimiento que consumía su vida cada día más. Solo cuando su familia lo acompañaba era que su actitud lóbrega y vacía, cambiaba. Los murmullos y la monotonía desaparecían a la hora de hablar con ellos, su tesoro. Los únicos que no lo juzgaban.

Si bien algo le había quedado claro en el tiempo en el que llevaba trabajando en aquel lugar era que los dirigentes lo único que querían era un perfecto sistema sin grietas ni eventos que alteraran el orden. La trivialización era elemental en aquel edificio. Si perturbabas las normas había graves consecuencias, así que la mejor manera de sobrevivir era eso: ser un autómata gris sin expresiones que abría la puerta cuando amanecía, cumplía su deber y cerraba la puerta cuando caía la noche. Era esa puerta la única que se movía sin preocupación. A veces la envidiaba y se quedaba observándola varios minutos, como si deseara ser aquel objeto inanimado sin problemas, sin pensar ni recordar nada.

De hecho había llegado a la conclusión, consigo mismo, de que ese era su trabajo: no causar problemas. Quedarse callado, cumplir con lo que le decían, participar de las actividades, estar en una oficina con un hombre haciéndole preguntas que él no entendía, ese era el protocolo que debía seguir. Y ese siempre fue el plan hasta aquel 18 de febrero cuando algo ocurrió, la gota que rebasó el vaso y desató su ira.

En el comedor uno de sus compañeros empezó a desacreditar y calumniarlo con rumores sin sentido sobre él y su familia. La tribulación de no poder verlos siempre en combinación con el desprecio que le tenía a los falsos rumores, hizo que se abalanzara salvajemente contra aquel hombre y lo golpeara con todas sus fuerzas para darle una lección. Ese era el nuevo plan, pero su contrincante se defendió de tal forma que Charles tuvo que usar más fuerza de la normal, tanto que le rompió el cráneo contra las brillantes baldosas del comedor. Los guardias lo neutralizaron y lo arrastraron violentamente por el comedor, mientras a sus ojos se le hacía cada vez más lejana la imagen de aquel mentiroso con su cráneo partido contra el suelo, hasta que por fin aquella cabeza, con un mar de sangre tras de ella, siendo atendida por los médicos, dejó de verse.

Injusto era que inventara semejantes acusaciones contra él, pero más injusto era que por su culpa lo encerraran a él, en el cuarto de castigo del edificio, ya  que únicamente había sido provocado.

Le colocaron el uniforme correspondiente para aquellos que afectaban la convivencia y después lo tiraron como un animal a aquel cuarto. Odiaba ese cuarto, sus paredes blancas, su piso blanco, el techo blanco… Era imposible no volverse loco allí. Pero lo que más odiaba, sin duda, de aquel cubículo era que absolutamente todo era acolchado.

Y ahí, recostado en las paredes blancas acolchadas, con aquella camisa de fuerza que le impedía mover los brazos, empezó a reflexionar y a preguntarse a sí mismo muchas cosas. ¿Por qué todos en aquel lugar rumoreaban sobre que él le había hecho daño a su familia? ¿Por qué decían que él los había matado? Si él jamás había hecho algo así. Sabía que había cometido un error, no fue correcto haberlos disciplinado de esa forma. Recuerda su ataque de ira, oyendo voces por todas partes que lo incitaban a ver la sangre de sus seres queridos. Recuerda las alucinaciones, la irrealidad de sí mismo. Recuerda el cuchillo de su cocina y los gritos, cuando los niños dejaron de jugar y sus miradas se clavaban en su padre, expectantes de lo que iba a ocurrir, para ese entonces, su mujer estaba en la cama del piso de arriba, con heridas que él le propinó y de seguro tratando de arrastrarse.

Recuerda todo eso muy bien pero sabe que no hizo nada malo, quizás se le pasó la mano pero él no les hizo daño, solo les quería dar una lección porque no lo comprendían. Él no estaba loco, ellos eran los que lo creían. No quería que cada día la cara de horror de su mujer lo despertara, no quería que aquellos papeles de divorcio que encontró en el armario fueran a cumplirse. No quería perder a sus hijos porque ella se los llevaría por falsas acusaciones. El cuchillo les daría una lección por ser tan malos con él.

Para cuando la noche empezó a caer, empezó a recordar lo que pasó después. Las sirenas sonaron y unos agentes llegaron a su casa y lo maltrataron al ver la escena. Lo esposaron y pasó en una jaula en quién sabe cuántos días hasta que después varios hombres lo trasladaron a aquel edificio, a su nuevo trabajo de seguro, pensó, y así fue. Pero él no quería ir, se resistió hasta que poco a poco se adormeció gracias a unas medicaciones. Cuando despertó ya tenía un cuarto propio y una bella puerta que se iluminaba con la luz del sol y de la luna.

Quizás había obrado mal, pero era mentira lo que todos murmuraban acerca de lo ocurrido. Porque, ¿si los había matado, quienes eran  los que lo visitaban y le hablaban?

Su familia estaba bien, a veces aparecían de la nada y jugaban con él por las noches. Sus hijos les sonreían y su mujer lo abrazaba y le decía con una dulce voz que lo amaba y que la perdonara por la incomprensión. Ellos estaban felices y lo visitaban a menudo, pero cuando algún enfermero o guardia entraba a su habitación, ellos se escondían, por eso muchos creían que hablaba solo y que estaba loco. Le parecía todo eso injusto pero nadie confiaba en él e inventaban historias absurdas. Veían como asesinato y daño a lo que en verdad era una simple lección como padre y esposo ejemplar.

Lo que más le dolía de todo esto era que un acto de ira o descontrol significaba vigilancia total. Lo cual implicaba que los guardias y enfermeros estarían tras suyo las 24 horas. Eso incluía abrir su puerta en las mañanas y cerrarla en la noche. Le quitarían su única libertad, el único símbolo propio le sería arrebatado, quién sabe por cuánto y todo por culpa de las mentiras que hasta los mismos enfermeros y sicólogos creían. Él era una víctima a la cual querían manchar como victimario. Como un verdugo capaz de mancharse con la sangre de sus seres amados. Pero las injusticias en este mundo a veces hay que soportarlas… a veces con amargura, mordiéndose los labios y quizás… Con algunas lágrimas en el rostro.

Iban a quitarle ese único momento de libertad que tenía, el decidir en qué momento abrir la puerta y en qué momento cerrarla. Esa dosis anárquica en la que él podía decidir por sí mismo salir a aquel gris y enfermo mundo lleno de gente pálida y sin ilusiones. Y no iba a permitir que ese atropello se prolongara.

Tendría que actuar de forma calmada y arrepentida. Como si estuviera admitiendo que hizo algo malo al defenderse de las mentiras. Quizás siguiéndoles el juego a todos ellos, lo dejarían en paz. Solo él sabía que su familia estaba bien y eso era lo que importaba. Haciendo lo que le ordenaban, mostrándose cooperador con el siquiatra que también estaba en su contra, y durmiendo tranquilo en aquel cuarto acolchado, solo así lograría obtener otra vez aquella privacidad que le habían denegado injustamente.

Luego, al ver la culpa y cooperación de Charles. En pocos días volverían a verlo como un paciente simple y sin nada particular. Solo otro loco más entre tantos, una gota más en un mar de enfermedades mentales y actos repugnantes que hicieron que las demás gotas también fueran aisladas del mundo. Entonces solo ahí le dejarían volver a su cuarto. Y entonces podría jugar toda la noche con sus seres queridos que aparecerían de la nada algún día de estos. Abrazaría a su mujer frente a la ventana mientras los niños jugarían, después les leería un cuento y cuando deban irse, se esfumaran todos. Entonces dormirá.

Llegará el amanecer, abrirá él solo la puerta y será un nuevo día. Entonces todo volverá a ser normal, como él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario